En el año 1982 Gabriel García Márquez, en la ceremonia de aceptación del Premio Nobel de literatura que le fuera concedido por la Academia Sueca, inició su discurso diciendo: “Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra”. A reglón seguido, agregó: “En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetu que nunca las noticias fantasmales de la América Latina. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico, atrincherado en su palacio en llamas, murió peleando solo contra un ejército de desalmados sin honor”. Ocurrió el 11 de septiembre de 1973, fecha elegida por las fuerzas armadas para cumplir los designios que le fueron ordenados por el fascismo criollo en contubernio con el capital foráneo norteamericano, gobernado en ese momento por Nixon, personajillo que enlodó irremediablemente la historia política del país del norte. Ellos no toleraban que Chile hubiese elegido democráticamente como Presidente de la República a Salvador Allende Gossens, un socialista militante, para ejercer la presidencia de la República y cuyo programa de gobierno contemplaba la nacionalización del cobre, principal riqueza básica que representaba el “sueldo de Chile”. De acuerdo al dogma del imperialismo, había que enmendar un lamentable error de la democracia, buscando alianza con el capital nacional para vincular por su mediación a las fuerzas armadas, entrenadas en el arte de sojuzgar las ambiciones desmedidas de un proletariado altamente politizado. Para terminar de una vez, por y para siempre, con las experiencias socialistas. Así, de campeones de la democracia devinieron en su verdugo. Inundaron nuestra geografía de dólares que acallaron conciencias y compraron voluntades, y fijaron la fecha en que los trabajadores chilenos volverían a someterse a la rapacidad del capital privado. La fecha elegida fue el 11 de septiembre de 1973. Llegado ese día, las fuerzas armadas traicionaron su juramente de obediencia al poder civil, recibiendo órdenes desde un improvisado bunker situado a distancia prudencial de cualquier riesgo inaceptable para la cobardía del militar de opereta que allí se refugió. Su enemigo, un médico, un hombre que salvaba vidas y que fue ungido por su pueblo como Presidente de una República profundamente estratificada, donde los niños desnutridos y descalzos formaban parte del paisaje urbano. Pocas cosas entendía el militar de opereta, pero sabía que Salvador Allende jamás se doblegaría ante la fuerza bruta de un gorila de feria. A él lo arropaba la lealtad y la dignidad a toda prueba de los trabajadores de Chile. Luego, la solución era inmolarlo a él y al puñado de colaboradores que lo acompañaban ese día. Así fue como culminaron la barbarie, bombardeando la Moneda. Junto con arder el Palacio de Gobierno, bandera incluida, ardieron los valores que nos eran más queridos, el derecho a la vida, a la libertad, a la alegría. Difícilmente la Historia Universal pueda mostrar en el siglo XX otro acto terrorista de estas características. Pudieron llegar hasta la Moneda mediante el fuego aéreo, pero Salvador Allende los privó del placer de convertirse en presa mayor. Los periodistas del mundo inmortalizaron las imágenes de los Ministros y de los amigos de Allende, tendidos en la calle, ante las ruedas de un vehículo blindado que esperaba la orden de aplastar a esos hombres honorables, granados, generosos. Todos ellos serían desterrados a una isla perdida en las nieves eternas, siguiendo cada uno de ellos destinos dispares. Por esos días, las cámaras mostraron el funeral de Neruda despedido por la intelectualidad y los obreros del país que a voz en cuello, desafiando la ola de terror que inundó el país a partir de ese día, iniciaron la resistencia recordando al presidente mártir, al hombre que cantó y al poeta. Esto fue vandalismo duro y puro. Esto fue terror y ya es hora que lo asuman los responsables civiles y los sicarios militares. No bastan el Nunca más, ni La justicia en la medida de lo posible. Justicia queremos ahora, la necesitamos ahora. Esta vez habéis encarcelado, torturado y lesionado de manera grave e irreversible a la joven generación. Debéis abrir las cárceles. Recordar que millones de chilenos en Santiago, en Valparaíso, en Concepción, en Antofagasta, en cada lugar recóndito de nuestra geografía, salieron a clamar por una Constitución a la dimensión humana de un pueblo que dijo BASTA. Usted, señor Piñera, dijo haber escuchado la voz de las multitudes. No es mucho lo que queda de su mandato. No nos deje con este resabio, con otra promesa incumplida. Sálvese para la historia. Cumpla su palabra. Decrete ya la amnistía para los jóvenes que hicieron realidad el inicio de un proceso constituyente. Hasta su hija, señor Piñera, lo agradece al extremo de querer formar parte de los constituyentes que tallarán una Constitución legítima. Serán las reglas de la democracia las que se lo permitirán o no. Pero ella puede concurrir cualquier viernes a la Plaza de la Dignidad para conocer las caras, los ímpetus y la alegría de los jóvenes de la patria que han preparado con paciencia el estercolero donde podamos arrojar la Constitución del crimen, de la vergüenza, del deshonor. Los uniformados de Chile y sus millonarios patrocinadores están en deuda con el pueblo. Toda deuda algún día se cobra y se paga. Nunca podrán reivindicarse del todo, pero algo pueden hacer: reconocer que llegó la hora de abrir las mazmorras y dejar libre a nuestros nietos que posibilitaron el advenimiento de una Constitución que nacerá del pueblo. ¡Libertad para los presos del levantamiento de octubre 2019! |
Haga patria: envíele este mensaje a Sebastián Piñera a: Sr. Sebastián Piñera |
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