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En 1917 Lord Balfour escribe una declaración de no más de 67 palabras que señala:
“Estimado Lord Rothschild
Tengo el placer de dirigirle, en nombre del Gobierno de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía hacia las aspiraciones de los judíos sionistas que ha sido sometida, y aprobada por el Gabinete:
“El Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país (…)”
Si bien, todo texto trae consigo un sinnúmero de hebras sobre las que pensar, en particular, me interesan dos cuestiones fundamentales que plantea la Declaración y una tercera que no plantea pero que constituye la llave hermenéutica a partir de la cual podemos leer el efecto político de la misma hasta nuestros días: la primera, que Gran Bretaña ofrecerá todo el respaldo necesario al movimiento sionista para fundar un “hogar nacional para el pueblo judío”; la segunda, sostiene la misma Declaración, que las “comunidades no judías” podrán seguir gozando de sus derechos civiles y religiosos. Cada uno de estos aspectos resulta clave: en primer lugar, debemos mencionar que, en un cambio de la estrategia imperial, Gran Bretaña, que inicialmente había comprometido su decidido apoyo a los movimientos nacionales árabes –y en especial al Palestino bajo la representación del general Mc Mahon- les da la espalda y entiende que el Imperio Turco-Otomano se desmoronará en cualquier momento: ya no necesita de los árabes para horadar a los turcos desde dentro y entonces opta por apoyar el movimiento sionista que había negociado con las élites europeas antisemitas el traslado de judíos europeos hacia Palestina bajo el mito de la “Tierra Prometida”: el protestantismo de Balfour converge con el sionismo de Herzl –en realidad es el mismo pues el sionismo es una “protestantización” del judaísmo, es decir, la adopción de la episteme opresora como si fuera la propia- al vislumbrar la posibilidad de despoblar a los judíos de “Europa” –esa entidad que se estaba formando desde el siglo XIX y que había tenido el caso Dreyfuss como su antecedente antisemita más importante- y convertirlos en los heraldos, en la extensión del colonialismo europeo en Palestina.
La tercera cuestión, sin embargo, remite a que la Declaración jamás menciona a los palestinos en su estatuto de “pueblo”. Hacerlo habría significado comprometerse implícitamente con la idea de un Estado, dado que en la nomenclatura moderna la noción de “pueblo” marca el lugar de una soberanía expresada en una institución estatal-nacional.
De hecho, la Declaración habla de las “comunidades no-judías”, pero no del “pueblo palestino” –a diferencia de su explícita referencia al “pueblo judío”. Y es justamente este aspecto el que me interesa: en cuanto Declaración, este texto funciona performáticamente produciendo un efecto decisivo que marcará el código con el que, casi 30 años más tarde, el Estado de Israel (fundado en 1948) tratará a los palestinos hasta la actualidad. Porque a veces, una Declaración no solo es importante por lo que dice, sino también, por lo que no dice. Y lo que no dice dicha declaración es el sintagma “pueblo palestino”. No obstante, existía un movimiento nacional palestino organizado como en diferentes partes del mundo árabe –y en el mundo en general- existían movimientos nacionales de diversa índole, la declaración simplemente no lo menciona. Sin decirlo, percuta su arma más decisiva: la construcción de un código del borramiento para con el pueblo palestino que perdurará desde entonces hasta la actualidad (de hecho, a la población palestina de Israel se le llama “árabe” y no “palestina”. El término “palestina” parece estar borrado del léxico cotidiano).
Si comparamos la declaración Balfour con los Acuerdos del Siglo promovidos por la administración Trump, la discriminación en torno a la vacunación contra el Covid 19 o el actual bombardeo sobre Gaza, se encontrará la misma lógica del borramiento: el pueblo palestino no aparece, no se hace visible. No es que se le excluya explícitamente, sino que simplemente no se le nombra. Y la cuestión del nombre funda un código de colonización a partir del sionismo británico que se profundizará sistemáticamente en la articulación del sionismo israelo-estadounidense desde 1948 hasta la actualidad: el pueblo palestino “no existe” y, por tanto, no participa jamás de negociaciones, acuerdos, relaciones porque no se les considera “interlocutores” válidos dado que simplemente el pueblo palestino no existe. El código de borramiento que funda la Declaración Balfour resulta clave para entender el tipo de colonialismo que se asienta aquí: al igual que ocurrió en los EEUU, también Israel aplicará el “colonialismo de asentamiento” que consiste en una forma colonial que sigue a los movimientos del capital: arrasa con una población nativa para asentar desde ahí a los nuevos colonos. Por eso, este tipo de colonialismo requiere de una violencia exterminadora para poder borrar a un pueblo o a un conjunto de pueblos –tal como ocurrió en EEUU, pero también en la experiencia del cono sur- a partir de cuyo vacío se asienten los nuevos dominadores.
El historiador Rashid Khalidi ha sido extremadamente claro al respecto: la cuestión palestina no se inicia con la fundación del Estado de Israel, sino precisamente con el colonialismo británico del que Israel será su profundización y complejización. El colonialismo de asentamiento impide la co-existencia entre el colono y el colonizado porque la relación que la potencia colonial establece con el pueblo nativo es la de su borramiento. Su tecnología consiste en intentar vaciar la tierra de su población nativa. Por eso, no es un colonialismo centrípeto porque pueda “asimilar” al nativo a la cultura metropolitana. No tiene interés en su “inclusión” en la cultura metropolitana. Más bien, pretende expulsarlo y realizar la idea de que la nueva tierra no solo es propiedad de los colonos, sino que, además, será concebida como una “tierra virgen” que Dios habría dispuesto para su explotación.
Cuando los palestinos ingresaron al juego de visibilización ha sido después de largas luchas frente a un colonizador completamente armado y respaldado por las potencias occidentales durante el siglo XX (Gran Bretaña primero, EEUU después). Luchas múltiples, a través de cuya historia fueron eficaces en visibilizar la cuestión palestina como un asunto propiamente político, como el problema colonial que permanece enquistado en plena época postcolonial. Si el pueblo palestino participa será siempre para “negociar” un dispositivo más eficaz de control, tal como fueron los Acuerdos de Oslo convocados entre 1992 y 1993 y donde los Acuerdos del Siglo celebrados por la administración Trump y Netanyahu constituye su resultado final. El código de borramiento se mantiene, ya hace 104 años desde la promulgación de la Declaración Balfour como un dispositivo cuyos efectos se han profundizado y renovado con los años de nakba. Y la nakba no puede ser reducida solo a la historia de Palestina, sino ampliada paradigmáticamente a la descomposición misma del mundo en el que vivimos, al devenir nakba del mundo que ha globalizado el código de borramiento hacia todos los pueblos de la tierra. Esa globalización hoy día se llama capitalismo neoliberal, es decir, la última fase de América.
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