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Las escenas ocurridas el pasado 6 de Enero en el Capitolio no deben ser vistas como la irrupción de un “grupo de fanáticos” para impedir la certificación electoral de Joe Biden a la presidencia. Frente al discurso que se ha levantado, según el cual, lo que estaría en el peligro sería la “democracia” en EEUU y que presupone la oposición fácil entre autoritarismo y democracia, quisiera sostener una hipótesis alternativa: sería la propia “democracia” estadounidense la que se consuma en el momento fascista. No se trata de Trump como “líder” sino de Trump como síntoma de una máquina político-administrativa agotada.
Más que posibilitar el análisis, la sobrecodificación del término “democracia” invisibiliza la sangrienta historia de los EEUU que, desde el desembarco del Mayflower en 1620, se impuso bajo la lógica del colonialismo de asentamiento, esto es, una forma de colonialismo que opera exterminando población nativa y asentando población colona. La dialéctica con la que opera el colonialismo de asentamiento (exportado durante el siglo XIX al cono sur y actualmente vigente en el colonialismo sionista sobre la población palestina) desterritorializa y territorializa a la vez, arrasa la población nativa y construye nuevos asentamientos “blancos”. Así, orienta sus esfuerzos a producir una tierra vacía para inmediatamente poblarla.
Pero el colonialismo de asentamiento es la cristalización de una máquina de poder constituida por dos polaridades antinómicas, pero enteramente articuladas: el gobierno y la soberanía, la forma desterritorializante y la territorializante, el momento liberal y el fascista, si se quiere. Con eso, el colonialismo de asentamiento expone una forma política precisa con la que funciona el capital cuya fuerza se mueve precisamente en virtud del doblez del capital.
La historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz ha mostrado reciente y decisivamente el modo en que la “democracia” de EEUU se funda en base a dicho tipo de colonialismo[1]. Sostenida en las observaciones del estratega Robert Kaplan, ha indicado cómo es que el léxico militar estadounidense, proyectado en sus múltiples invasiones a América latina o los países árabes o asiáticos, mantienen el término “indio” para designar el campo enemigo. Independiente que sea Iraq, Afganistán, El Salvador o Chile, se trata siempre de “territorio indio” que la lógica del colonialismo de asentamiento –ahora devenida imperialismo- mantiene[2]. La expresión “república bananera” usada ayer por algunos congresistas confirma el diagnóstico de Dunbar-Ortiz: la “democracia” es más bien el mito “excepcionalista” estadounidense que se proyecta arrasando fronteras y asumiendo que siempre su bandera puede abrazar una nueva estrella. La propia Constitución no define las fronteras del país, reproduciendo así el mecanismo expansivo del colonialismo de asentamiento articulado históricamente y devenido forma imperialista mundial.
La cuestión clave, sin embargo, es la siguiente: la eficacia con la que operó la maquinaria expansionista del colonialismo de asentamiento llegó a su fin en 1990. “Fin” no en el sentido que dejara simplemente de funcionar, sino que su funcionamiento se urdía cada vez más hacia su propio interior: EEUU se ha ido despedazando gracias a su triunfo; es decir, gracias a la consumación de su maquinaria político-administrativa que aceitó técnicamente al colonialismo de asentamiento que ya no apunta hacia “afuera” sino hacia “dentro”. No tiene más “indios” fuera de sus fronteras, sino dentro de ellas. Su dominio ha pasado de ser expansivo a intensivo, inicialmente orientado hacia fuera para desplegarse sobre todo hacia dentro.
Un síntoma de dicho fenómeno reside en la sustitución, en los inicios de la “guerra fría” de la fórmula republicana “E pluribus et unum” que operaba como emblema estadounidense impreso en el dólar y en las diversas instituciones, por el “In God we trust” que consuma a la república en un devenir pura economía y administración (¿no es finalmente eso toda “república”?)[3]. Wendy Brown ha puesto el acento en cómo las políticas neoliberales de las últimas décadas han terminado por dejar atrás el imaginario de la “democracia liberal” (el clásico colonialismo de asentamiento) por la nueva democracia sin soberanía y puramente procedimental[4]. Justamente ese devenir transfigura a EEUU de su forma “expansiva” hacia su modo “intensivo”, de su forma republicana imperial (las guerras coloniales clásicas) a la neoliberal imperial (la guerra contra al terrorismo).
En este sentido, las ominosas escenas del Capitolio del pasado 6 de Enero no pueden ser consideradas aisladas, como si hubieran sido de un grupo de fanáticos que simplemente quisieron irrumpir en medio de la institucionalidad democrática y, a la vez, agotada. Más bien, ha de ser vista como una escena más que condensa la sangrienta historia de la máquina político-administrativa estadounidense que hoy día, después de largas y sistemáticas intervenciones imperialistas hacia el “exterior”, ha terminado interviniéndose a sí mismo bajo el rostro de Trump.
Como se sabe, cuando un conflicto así tenía lugar, Platón le daba el nombre de stasis o guerra civil. Justamente, la intervención de los EEUU sobre sí mismos, en la introyección de la lógica del colonialismo de asentamiento que sintomatiza, expone al desnudo que el momento fascista al que asistimos no es una anomalía, sino la verdad misma de la “democracia” estadounidense, el símbolo que expresa que, dado que EEUU se interviene a sí mismo (declarando el “toque de queda” en Washington DC), no asistimos más al momento imperialista clásico con el que nos acostumbraron por tanto tiempo, sino al de su transfiguración en la forma de la guerra civil legal. En ella, la ratio imperii termina devorada sobre sí misma bajo sus mismas formas jurídicas, normativas y administrativas que son empujadas y operan directamente como nuevas formas de excepcionalidad[5]. Más aún, la performance del Capitolio, quizás, es la representación del modo en que la territorialización soberana cede a la desterritorialización gubernamental, pero a la vez, el modo en que esta última no puede jamás prescindir de la primera que funciona como su “necesaria” antípoda.
Más allá de la máquina desplegada, proliferan sublevaciones populares que, al exclamar “I can´t breathe” (George Floyd), interrumpen el ideario democrático y su momento fascista. Sublevaciones que, más allá de la retórica liberal, jamás deben confundirse con los grupos trumpistas que desplegaron su performance en el Capitolio como teatro de lo que queda de mundo. Pues en su exilio interno, lxs George Floyds acampan en el cuerpo a cuerpo del peligro pues saben que no se trata de la simple dicotomía entre dictadura y democracia sino del momento fascista constitutivo a la propia democracia.
[1] Roxanne Dunbar-Ortiz An Indigenous Peoples. History of the United States Ed. Beacon Press, Boston. 2014.
[2] Robert Kaplan Imperial Grunts. The american military on the ground. Ed. Random House, New York.
[3] Kevin Kruse “One Nation under god” Ed. Basic Books, 2015.
[4] Wendy Brown “El pueblo sin atributos” Ed. Malpaso, México 2016.
[5] Gerardo Muñoz “Trump y la guerra civil legal” En: www.el cuartopoder.es/internacional/2021.
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