Publicado Julio 27, 2021
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Por Gerardo Muñoz & Elena V. Molina

El 11 de julio en Cuba: la revuelta como deserción de la geopolítica
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De ahí que la secuencia que va del 27N al 11J tenga enemigos por varios frentes, a diferencia de lo ocurrido con la revuelta chilena de 2019 o con los chalecos amarillos que bloquearon el tráfico de la metrópoli parisina durante varios meses en 2018.

La energía de una revuelta altera los calendarios y las fechas que han encarcelado las potencias de los pueblos en la historia. De la misma manera que una forma de atrapar un acontecimiento es fechándolo; la aparición repentina de una fecha también descarrila los presupuestos históricos que antes parecían inamovibles. En este sentido, resulta extraordinario que la asonada popular cubana del 11 de julio –en específico su primera fase espontánea y de choque violento con la policía– se haya adelantado dos semanas a las celebraciones estatales del 26 de Julio, fecha que nombra el mítico ataque al Cuartel Moncada en la aurora de la lucha revolucionaria. El 11 de julio desplaza al 26 de julio: de la revolución pasamos a la revuelta, del asalto al desborde, del liderazgo a la dispersión de un protagonismo sin nombre. La fuerza vital de este suceso ha podido arrasar con la carga simbólica de todo un pasado. Una vez más se demuestra que la revuelta depone todo aquello que había sido custodiado por los guardianes de la historia, abriendo nuevos posibles contra los roles interiorizados de sus súbditos. Este movimiento genérico de deserción es la entrada a la época, desarreglando las clasificaciones de los nombres, las disposiciones, y las estratificaciones de toda una cultura. El 11 de julio en Cuba implica esto: la posibilidad de atravesar la fijación del terreno geopolítico, cuyo tablero todavía se organiza desde el conflicto paralizante de la Guerra Fría.  

Esa lógica de zugzwang –que en el ajedrez denota una posición donde jugador se ve obligado a mover una pieza en situación de desventaja– ha quedado desplazada por la intermitencia de la revuelta que, al ser liderada por formas ilegibles, es portadora de un saber nocturno capaz de generar posibilidades inéditas. Desde el 27 de noviembre de 2020 –instancia en la que se reunieron cientos de jóvenes frente al Ministerio de Cultura– hasta la asonada del 11 de julio se abre una secuencia cuya fragmentación se resiste a ser capitalizada por el encuadre de la geopolítica y sus agendas de pacificación. En cierto sentido, el nuevo conflicto social cubano permanece abierto a un nuevo deseo de experiencia que busca fisurar al estado total [1]. Si bien este desenlace experiencial todavía se encuentra en una fase naciente de la génesis insurreccional, lo cierto es que, por vez primera desde la revolución de 1959, ha surgido un protagonismo difuso cuya verdadera violencia se mide en sus modos de autodefensa, que pone en crisis no solo al estado sino también al entramado geopolítico que ha operado como dispositivo de sustento y equilibrio de la hegemonía estatal.

De ahí que de un lado y de otro se activen las retóricas pacifistas con marcado histrionismo en pro del orden, lo cual delata que un punto común entre estos adversarios históricos es el miedo a la fragmentación y a la guerra civil –entendida en sentido figurado como el espíritu de una revuelta sin líderes ni agendas definidas–, cuya potencia es lo único que puede lograr la transfiguración de la política de la Guerra Fría para permitir que emerjan nuevas experimentaciones. Al final, la geopolítica ha sido el dispositivo para que realmente nada cambie. Ahora, tanto el estado total como sus contrapartes de Washington se mueven ágilmente para tapar estos agujeros en su tablero, pues la revuelta descoloca la infraestructura de una matriz entregada a las lógicas pendulares de las administraciones de Washington. Si la disidencia cubana ha carecido de una forma política nítida, esto se debe a que sus capacidades han estado plenamente diagramadas dentro de este zugzwang, en la que el propio estado total se proyecta como abiertamente contrarrevolucionario. Tal y como lo explicitó el presidente cubano Miguel Díaz Canel tras la sublevación del 11J: "Evitaremos la violencia revolucionaria, pero reprimiremos la violencia contrarrevolucionaria" [2]. De manera análoga, los discursos de la réplica disidente se posicionan en nombre del “Pueblo”, “Patria” y “Vida”, todos principios que no son otra cosa más que un espejismo del reducto carismático del fidelismo [3]. Dicho en otras palabras, el estado en Cuba ha tenido no sólo el monopolio de la violencia, sino que también tiene el monopolio de lo político, puesto que ha tenido a su disponibilidad el control temporal del conflicto hasta llevarlo a su agotamiento. Esta ha sido la naturaleza impolítica del caso cubano. 

Pero en ambos lados el miedo a la violencia busca neutralizar la fuerza de un fragmento que toma partido contra la realidad. Tanto el estado total como los peones geopolíticos comparten un mismo horizonte de problematización que les permite exteriorizar sus déficits y generar culpa en terceros. En este sentido, ambas posturas se instalan como estrictamente reaccionarias. Y no porque suscriban la tradición de esta corriente antimoderna, sino porque siempre reaccionan contra los fenómenos en curso. Este empantanamiento en un supuesto realismo político les impide experimentar salidas por fuera de los esquemas del diferendo anclado en un nomos regionalista con los Estados Unidos. De ahí que la secuencia que va del 27N al 11J tenga enemigos por varios frentes, a diferencia de lo ocurrido con la revuelta chilena de 2019 o con los chalecos amarillos que bloquearon el tráfico de la metrópoli parisina durante varios meses en 2018. A la revuelta cubana se le hace difícil la eficacia de su fragmentación en al menos dos niveles: por un lado, se le dificulta desplegar estrategias de lucha desde un nuevo protagonismo sin pasar por los dividendos de las redes disidentes constituidas; por otro, la política del estado total –empalmada entre burocracia, partido y dispositivos represivos– condensa el espacio de acción en un plano de la confrontación unidireccional para redirigirla al desgaste. Lo fundamental del 11J, en cambio, es su capacidad de descolocar la matriz geopolítica que ahora busca instrumentalizar desesperadamente la secuencia para sus fines. 

Por ello, para contrarrestar el zugzwang del poder, no podemos claudicar ante la denegación de la violencia, puesto que la violencia de la revuelta también supone generar nuevas formas de situar la destitución del estado total y su dependencia geopolítica. Pensando creativamente, esta violencia puede implicar desde bloquear carreteras a producir nuevas formas autónomas de comunicación; facilitar la entrada de inversiones extranjeras para generar formas explosivas del consumo, hasta separar las mediaciones entre estado y sociedad civil que ahora se pliegan en el performance juristocrático del estado de derecho. Justamente porque no hay revuelta sin violencia es que debemos liberar una segmentación temporal para evitar que el estado produzca víctimas y mártires cuya aura es propiamente la de una simbología compensatoria. Cuando decimos autonomía queremos defender el cuidado de nuestro entorno para así evitar salidas sacrificiales. Si las nuevas revueltas responden más a una ritmicidad propia que a una unificación del “movimiento político”, entonces las consecuencias extraídas del acontecimiento radicarán en saber medir el campo de fuerzas, intuir cuándo es necesario iniciar una retirada, y asumir grados de opacidad para abonar la amistad por fuera del melodrama unísono del botín de intereses [4]. Debemos recordar que el poder siempre le ha temido a la violencia de la fragmentación que es el partido de la multiplicidad. 

Ahora a nuestros amigos les toca la tarea de configurar sus usos para encontrar los relieves fuera de la historia a la que han sido arrojados. La revuelta enseña que si aspiramos a ser suficientemente insurrectos podremos evitar ser otra vez humanistas. Como ha mostrado Jason Smith recientemente, la serie de estrategias que el poder tiene a su disposición para neutralizar la potencia revolucionaria no son simplemente el despliegue policial en los territorios; sino también la construcción de liderazgos estereotipados para la recomposición de la experimentación (i.e. la gobernabilidad), la instrumentación de los objetivos para agendas privadas (i.e. la geopolítica), y finalmente la reabsorción de la fuerza destituyente en la abstracción de las causas (i.e. la retórica del anticomunismo)  [5]. En el caso cubano, la geopolítica es el aparato total contra el cual la revuelta debe medir sus logros en la apertura de una secuencia a futuro. Sin lugar a duda, uno de los efectos no buscados de la revuelta cubana es que su fuerza experiencial pueda desplazar la repetitiva primacía del vanguardismo del artista militante, la opinología del periodismo independiente, y el saber autorizado del intelectual criollo. A partir de ahora estos hegemones de la historicidad pasarán a ser agentes de las mediaciones que solo podrán suturar el abismo abierto por la revuelta. 

¿Pero quiénes son entonces estos amigos de ruta? Los amigos no se definen políticamente, sino a partir de gustos, afecciones, y formas de encuentros que se resisten a seguir guiones ajenos. De ahí que amigos son todos aquellos que se dan cita en la afirmación de una forma autónoma. Los amigos son quienes no buscan encarnar una causa sacrificial, sino aquellos que afirman la vida contra todo aquel que persigue uniformarlos desde dictados prescritos. Estos amigos son aquellos quienes nunca se sumarían a cantar “Patria y Vida” porque le resuena a canción protesta o himno combatiente a destiempo. Nuestra amiga sería la juventud cubana vital y divina que, durante los años de Obama, puso el consumo a andar, que movió la fiesta a la que muchos se escaparon en contacto con el desborde, esa capacidad de cambiarlo todo. Desde luego, amigos son todos aquellos nuevos empoderados que no se dejaron ideologizar por ningún bando, ni les interesó nunca acreditarse en el horizonte del activismo, porque intuían con el cuerpo que solo se milita desde una economía libidinal. Y amigas son las jóvenes dueñas de bares que sonrieron y alzaron copas en las noches e imaginaron un mundo por fuera de la guerra. Los amigos son esa fuerza vital que atravesó el hinterland de los barrios marginales, esos “extraños pueblos” que una vez un poeta situó bajo la extrema soledad de la intemperie. [6] Amigos son aquellos que solo tienen su cuerpo, porque ya no alzan banderas ni estandartes. 

Amigos son quienes no esperaron nada y les llegó el dinero a las manos. Amigos son aquellos que no fueron a las marchas convocadas por los aparatos del estado o del CDR, pero que tampoco creyeron que hacer política es navegar los social media (el último ensueño cibernético). Amigos: quienes ponen a circular el billete en la calle adelantándose a la iniciativa del estado. Amigos: todos aquellos que desbordaron el entramado geopolítico sin los atenuantes del discurso, sin periodistas ni tendencias, sin la necesidad de apelar a nuevos asesores de turno. Amigos son aquellos que rompieron vitrinas en Cárdenas sin seguir órdenes de WhatsApp; amigo el que tiró piedras al patrullero con la pasión de abrir otro mundo. Y amigo también aquel que se autoafirmó sin la victimización mediática que nos encierra en el reino de las figuras. Esa fuerza vital es el amigo verdadero para poder encontrarnos: por eso decir amistad supone una soledad común que ya no le demanda nada a nadie, porque sabe que las alianzas son el reverso de la policía disfrazadas de solidaridad por los vejados junior partners [7]. Hay amistad donde la geopolítica y el estado total ya no caben en la ecuación de la vida. Por eso la revuelta le devuelve a la imaginación del viviente la fuerza de la deserción de la geopolítica. Aquí la revuelta es sinónimo de una parábasis que prepara otro recorrido y otra tierra. Nos queda claro que es la tarea más ardua, pero la única donación genuina a la que nos convoca el 11J.
 

Notas 

1. Gerardo Muñoz. “El deseo clandestino y la nueva eficacia del poder”, Nuestra República, 2021: https://nuestrarepublica.org/columna/el-deseo-clandestino-y-la-nueva-eficacia-del-poder 

2. Ver tweet de Miguel Díaz Canel, 12 de julio 2021: https://twitter.com/DiazCanelB/status/1414665360826146817?s=20    

3. Néstor Valdés. “El contenido revolucionario y político de la autoridad carismática de Fidel Castro”, Revista Temas, n.55, julio-septiembre de 2008, 4-17. 

4. Rodrigo Karmy. “The Anarchy of Beginnings: notes on the rhythmicity of the revolt”, trans. Gerardo Muñoz, May 2020, ILL WILL: https://illwill.com/the-anarchy-of-beginnings-notes-on-the-rhythmicity-of-revolt  

5. Jason Smith. “The American Revolution: The George Floyd Rebellion, One Year Out”, The Brooklyn Rail, Julio de 2021: https://brooklynrail.org/2021/07/field-notes/The-American-Revolution-The-George-Floyd-Rebellion-One-Year-Out  

6. Eliseo Diego escribe en Por los extraños pueblos (1958): “Qué inquietud daba siempre / la silenciosa playa de intemperie / donde termina, qué despacio, el pueblo solo” en Obras Poética (Fondo de Cultura Económica, 2003), 74. Dado que siempre el pueblo es minoría y aquello que resta a una situación, entonces la extrañeza del pueblo que registra el poeta nunca puede coincidir con el Pueblo soberano de la representación ni de la ficción constituyente. 

7. Frank Wilderson recientemente ha escrito cómo las alianzas son el mero reverso de la función policial: “What do the cops and the coalitions have in common? One flank of the pincer is composed of the police, the army, the prison-industrial complex, and the ancillary formations of civil society that bestow legitimacy, such as the media and the church. The opposite flank is the terror of our allies, who dress us up as workers, women, gays, immigrants, or postcolonial subjects: mirror images of themselves that fulfill the need to disavow—and the impulse to disguise—the singularity of Black suffering.”, en “An Afropessimist on the Year Since George Floyd Was Murdered”, The Nation, May 2021.