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El cambio de la Constitución de la República es sin duda el campo de batalla fundamental por estos tiempos en Chile. Toda la dinámica potencialmente fallida de la elección de constituyentes bajo las reglas electorales favorecedoras de los partidos políticos tradicionales en desmedro de las candidaturas independientes y populares, anticipa un impasse político de grandes proporciones. Los 2/3 de quórum necesarios para aprobar los artículos constitucionales en el marco del trabajo constituyente, dada la correlación de fuerzas en las listas actualmente presentadas a candidatura, deja entrever la posibilidad de una sobre-representación de las lógicas conservadoras que tendrían la potestad de vetar toda transformación sustantiva a la constitución vigente –heredera del modelo de Pinochet/Guzmán-.
Ahora bien, el campo popular trasciende y no es del todo cooptable por los signos del poder. El dinamismo social y el cambio cultural está en marcha, más allá de los reversos legales e institucionales que resguardan el estatus quo del pacto oligárquico chileno.
Legalizar el aborto, proteger constitucionalmente a los derechos de la naturaleza, modificar el rol del Estado, reconocer jurídicamente a los pueblos originarios y sus demandas ancestrales, etc. son asuntos que quizá no vean la luz. No obstante, en Chile ya no es normal, no es natural, no es aceptable y no es invisible el abuso sistemático. Es el pueblo bajo sus múltiples voces (feministas, marxistas, ecologistas, progresistas, indigenistas, etc.) el que está en movimiento y no acalla ante un femicidio, una represa, un monopolio abusivo, etc. La política es hoy el grito. Allí podemos encontrar los albores de otro Chile.
La temporalidad para alcanzar transformaciones seguramente será más extensa, difusa y sinuosa de lo esperado. Aun así, la revuelta iniciada en Octubre del 2019 ha producido una fisura en la máquina del patriarcado, del colonialismo y del capitalismo neoliberal. El tiempo histórico de Chile –la llamada transición- esos 30 años de gobernanza están en jaque por la potencia destituyente de la revuelta popular.
Esta dimensión de lo popular, que desborda los tiempos históricos y las instituciones, es una suerte de magma vivo proliferante, cual danza de cuerpos. Dice Félix Guattari en 1977: “Sí, yo creo que existe un pueblo múltiple, un pueblo de mutantes, un pueblo de potencialidades que aparece y desaparece, que se encarna en hechos sociales, en hechos literarios, en hechos musicales. Es común que me acusen de ser exagerado, bestial, estúpidamente optimista, de no ver la miseria de los pueblos. Puedo verla, pero… no sé, tal vez sea delirante, pero pienso que estamos en un período de productividad, de proliferación, de creación, de revoluciones absolutamente fabulosas desde el punto de vista de la emergencia de un pueblo. Es la revolución molecular: no es una consigna, un programa, es algo que siento, que vivo, en algunos encuentros, en algunas instituciones, en los afectos, y también a través de algunas reflexiones”.
Este campo vital de producción es una verdadera politización de lo inconsciente desde el colectivismo. Por ello, si bien la “forma partido político”, “la forma Estado” (y el debate constitucional) y la infraestructura económica, son fundamentales en los andamiajes de la construcción de una nueva justicia social y transformación cultural, sin duda son insuficientes. Hay un componente de desborde –desborde de la representación inclusive- que la revuelta pone en movimiento.
Siguiendo la filosofía de Furio Jesi diremos que por muy eficaces que sean los partidos y organizaciones revolucionarias, progresistas, en la elaboración de su propaganda, en el momento de la revuelta, todas las ataduras quedan desatadas, ‘de-sujetadas’, todos los cálculos dislocados, y toda planificación queda remitida a la dinámica auto-referente de la lucha en las calles: “En una revuelta, una realidad se manifiesta en sí misma también como objetiva, colectiva, exhaustiva, exclusiva. Los partidos políticos y los sindicatos son dirigidos de vuelta por la revuelta al ‘antes’ y al ‘después’ de la revuelta misma. Estos partidos y sindicatos o aceptan suspender temporalmente la autoconsciencia de su propio valor o se encuentran así mismos en una competencia abierta con la revuelta” (Jesi, Spartakus, p.58).
Este es el momento en que la revuelta ‘recuerda’ a la inmanencia desubjetivante de la fiesta, pues, como decíamos antes, si la fiesta se nos escapa debido a la cancelación de las condiciones de vida que la hacían posible, la revuelta, aunque sea por unos días, como un paréntesis inscrito en el plexo de la temporalidad histórica.
Incluso, las causas que gatillan el estallido de la protesta son rápidamente desplazadas en la dinámica que ésta desarrolla, y aunque en toda revuelta se trata de destruir los símbolos del poder y la opresión, o de hacerse de ellos, la dinámica que la justifica es la de una verdadera excepcionalidad, o “verdadero estado de excepción’ como diría Walter Benjamin, en el que no solo se suspenden los programas y las agendas, sino también la mitología tecnificada del derecho, devolviendo el supuesto momento originario del contrato social a su única instanciación posible: la gente en las calles y en las barricadas, momento en que el hipotético estado de naturaleza pre-histórico de las filosofías contractualistas clásicas, es develado en su contenido real: la fiesta como desfiguración del yo y sus propiedades.
Así, hay un componente disruptivo del historicismo (como cronología con sentido) propio de la ética y estética de la revuelta: “La categoría de destrucción, que al menos desde Bakunin se puede definir como la esencia del fenómeno insurreccional, y que el anarquismo mesiánico de Benjamin ligó a la de justicia, viene a ser repensada, en la “fenomenología de la revuelta”, de manera totalmente original. Si en el lenguaje del mitólogo Jesi (desde sus ensayos juveniles, como aquellos sobre Rilke y Egipto, en el año 1964), la destrucción de sí no significa de hecho la muerte como fin de la vida sino la pérdida del límite del yo individual en el encuentro con el mito como “eternidad presente en la vida”, este encuentro asume en Spartakus un sentido político: corresponde a un acto de insurrección que puede ser comprendido no como sacrificio de la vida sino como sacrificio y autodestrucción del componente burgués del sujeto, en el acceso al tiempo otro” (Cavalletti, 2011, p.33).
Esta auténtica a-topia representacional y a-temporalidad histórica es precisamente la potencia de la revuelta en acto. Un bello pasaje de la introducción de la obra Spartakus lo bordea en su sensibilidad: “Puede amarse una ciudad, pueden reconocerse sus casas y sus calles en los recuerdos más remotos y secretos; pero sólo a la hora de la revuelta la ciudad se siente verdaderamente como la propia ciudad: propia, por ser del yo y al mismo tiempo de los “otros”; propia, por ser el campo de una batalla elegida y que la comunidad ha elegido; propia, por ser el espacio circunscripto en el cual el tiempo histórico está suspendido y en el cual cada acto vale por sí solo, en sus consecuencias absolutamente inmediatas. Nos apropiamos de una ciudad huyendo o avanzando en la alternancia de los ataques, mucho más que jugando, de niños, en sus calles, o paseando luego por los mismos lugares con una muchacha. A la hora de la revuelta, dejamos de estar solos en la ciudad” (Jesi, 1969, p.28-29).
He aquí la constatación de la belleza y la violencia del acontecimiento –bajo la vía de la revuelta popular- como encuentro con lo real imposible y trastrocamiento radical del orden simbólico. El filósofo chileno Rodrigo Karmy (2019) sostiene que la violencia popular no es una “violencia hobbesiana” sino una violencia que interrumpe la simbología capitalista. No se trata de “vándalos” que simplemente arrasan con todo lo que tocan, sino de movimientos moleculares (siguiendo a Guattari) que, la mayoría de las veces, dirigen su furia contra los signos del poder.
“Eso no quita, por cierto, que una vez avanzada la revuelta, varias bandas delincuenciales penetren el fragor popular para progresivamente restituir el valor de cambio desde su interior inoculando economía lo que la revuelta ha aneconomizado. Justamente: toda revuelta va a pérdida. La aneconomía de la revuelta interrumpe el flujo “normal” del capital de un país, las instituciones dejan de funcionar, la temporalidad se suspende fuertemente: el trastrocamiento de la realidad –necesario elixir de la revuelta– es el signo de que un pueblo ha irrumpido como revuelta. Porque ninguna revuelta lleva consigo el signo de pureza. Es “sucia”, transida de mezclas que asoman en la suspensión del tiempo histórico que ella misma ha abierto. Toda revuelta lucha contra sus propias fuerzas centrífugas, porque su potencia se mide en la capacidad de destituir la violencia soberana que, sin embargo, intenta capturarle. Por eso, una revuelta ha de poner en juego una relación intempestiva con el presente” (Karmy, 2019, p.36).
El despliegue popular de lo intempestivo está irremediablemente unido a un movimiento corporal de radicalización política destinado a suscitar un tránsito individual-colectivo que permita desmenuzar y exorcizar los rastros que el terror patriarcal, colonial y capitalista deja en los cuerpos. León Rozitchner, siguiendo al Freud de psicología de las masas, sostiene el postulado según el cual toda psicología individual es, desde siempre y principalmente, psicología social, para en lo inmediato afirmar que “no existe cura individual, sin cura colectiva” (1998, P.84).
Chile es actualmente un significante enigmático arrojado a una contingencia en disputa…
La proliferación, heterogeneidad, diversidad y riqueza que caracteriza al cuerpo de la revuelta y a los movimientos sociales es una potencia creadora inigualable. Quizá ello aún no encuentra en Chile un anudamiento institucional bajo la forma de programa o conglomerado estratégico -la infinidad de listas disgregadas de candidaturas a constituyentes así lo atestigua-. No obstante, la fertilidad de ese movimiento encontrará tarde o temprano los modos de permear la legalidad y la institucionalidad de Chile. Hoy más que nunca las fuerzas sociales transformadoras debemos actuar, sentir y pensar. Actuar porque la calle es nuestra y exige despertares, sentir porque nuestro enemigo principal es la ideología que sentimos como espontánea en nuestros propios afectos y deseos, pensar porque muchas veces el idealismo ingenuo de la pureza nos nubla de ejecutar razonamientos adecuados a los fines.
Referencias bibliográficas:
Cavalletti, A. (2011). Festa, scrittura e distruzione, en: Il tempo della festa. Roma: Nottetempo.
Jesi, F. (1969). Spartakus. Simbología de la revuelta. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Karmy, R. (2019). La revuelta. Revista de política, derecho y sociedad ISSN 2524-9290 http://revistabordes.com.ar
Rozitchner, L. (1998). Freud y el problema del poder. Buenos Aires: Losada.
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