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Ni siquiera el COVID 19 pudo con nuestra sublevación. La policía y sus millones de balines, los empresarios y sus millones de dólares, la prensa y sus millones de espectáculos. Nada pudo. El 18 de Octubre sobrevivió porque atravesó despiadadamente los muros desplegados. Porque una sublevación o atraviesa o no es nada. Cuando el sol baja por las calles, impregna la mezquina ventana que contempló nuestra agonía durante el confinamiento, y el aire sopla un poco más fuerte en la levedad con la que trae las epifanías trenzadas en Octubre del 2019, las multitudes abrazan el cielo, como si el firmamento cayera sobre ella y la intensidad de los peligros dejaran el temor que la democracia había prometido abandonar. El pueblo deviene una multitud desgarrada por el cosmos. Cuando él se lo somete al humanismo político-institucional, a esa pertenencia al Estado al que una cierta derecha parece estar apuntando, entonces no hay pueblo, tan solo una oveja más de un rebaño domesticado. El pueblo es, por ese motivo, no el remanso de los perdedores, sino la fiesta de los cualquiera; el Estado moderno quiso abrazar al pueblo domesticándole en la forma del “poder constituyente” o de la “soberanía popular”, pero Raúl Ruiz tuvo razón al contemplar al pueblo en el desobramiento que le compromete, en la intensidad que no se deja docilizar, en la ingobernabilidad de la an-archía imaginal incapaz de subsumirse en la tranquilidad de la representación.
Por eso el pueblo no puede ser “telúrico”, si por tal se entiende lo relativo al “espacio” y, en último término a la pertenencia originaria a la tierra. El pueblo es precisamente el devenir desterrado, un “lugar” por cierto, pero que carece de todo lugar territorial, digno de la representación estatal. Mahmud Darwish siempre canta a la “tierra”, pero no al “territorio”. Diferencia decisiva sino queremos sucumbir a un “paisaje” maltrecho y mas bien proveernos de la multiplicidad de jardines de los que aún, alcanzaba a tocar Guadalupe Santa Cruz. Experiencia nómade es lo que define a la potencia popular y no el lugar de una territorialización o subjetivación propiamente estatal. Jardines necesitamos, no ciudades: ésta es la consigna popular. Así como el jardín prolifera en los bordes citadinos (plazas, casas, departamentos), el pueblo en el fondo es un jardín, un “manchón” distendido en algún sitio eriazo abandonado por ahí. Atria y Herrera son dos hermanos de leche: para ambos el pueblo deviene el sujeto político propiamente estatal. Ambos lectores de Schmitt, ambos prendidos aún de la sombra guzmaniana.
Pero pueblo está lejos de ser el sujeto estatal que le reserva la tradición filosófica moderna; se trata de un “pueblo menor” si se quiere, de una “intifada”, pero sobre todo de un jardín que bordea los espacios no pertenece al nómos y experimenta la fidelidad al nomadismo. Es “máquina de guerra” dirá Deleuze, el pueblo molecular no es más que un jardín abandonado al sol y la lluvia, al aire y a la soledad de la incomprensión. No hay “hermenéutica” para eso, sino tan solo magma de una imaginación que nos atraviesa. Si la “hermenéutica” intenta “comprender”, es decir, incluir en un esquema categorial lo que deviene constitutivamente destierro, es precisamente porque ninguna hermenéutica pueden aferrarlo. Siempre fuera de lugar solo así el pueblo no puede ser nunca algo que se mantenga estable en el tiempo, sino que su relación con la ciudad necesariamente habrá de ser intempestiva. Incluso cuando la ciudad clama representarlo, hablar en su nombre, el pueblo no ve más que traición.
Síntoma, por tanto, de la irreductible experiencia exílica que porta la potencia imaginal de nunca ser “profeta en su tierra”. Nunca ha habido ciudad para el pueblo, jamás un nómos de la tierra preparado para su irrupción. No puede haberlo. Schmitt (y, por tanto, ni Atria ni Herrera) no comprendió al pueblo porque el pueblo no puede comprenderse, sino experimentarse. En cuanto experiencia siempre trae consigo la disyunción de una topología que no puede estar ni dentro ni fuera de la ciudad. Es el “verdadero estado de excepción” al que Schmitt temía abismarse y frente al cual tuvo que defenderse con la remisión permanente a la “decisión soberana”.
Por eso, a pesar de la Revolución Francesa (pero desde la Revolución Francesa), los pueblos no tienen nacionalidad, tal como Marx entendió perfectamente respecto del proletariado y como cierta tradición marxista –no toda- posterior abogó con la puesta en juego del internacionalismo. Hoy día no queda ningún resto de lo “internacional” como esa federación de Estados soñada alguna vez por Kant. La asonada global los ha subsumido a poca cosa, a simples comparsas del capital. Por eso, más que nunca necesitamos de la intensidad popular, en la medida que ella no respeta fronteras, ni muros, sino abraza a un cosmopolitismo enteramente salvaje que se halla por fuera de todo registro representacional que pudiera “conducir”, “liderar” su destino.
El pueblo carece de destino porque deviene ritmo, irrupción que abre secuencias imprevistas, efectos imposibles, lugares inexistentes que, sin embargo, se llenan de multitud. El discurso neoliberal detesta al pueblo, tanto como lo hace el discurso conservador; si para el primero el pueblo no existe sino mas bien los individuos, para el segundo el pueblo se arraiga en un nómos terrestre. Los neoliberales solucionan el problema negándolo, los conservadores fetichizándolo; los primeros no ven pueblo nada más como la retórica de un candidato a “totalitario”; los segundos solo ven al pueblo cuando baila cueca y alaba sus “costumbres”. Por eso el pueblo huye de ambos: de aquellos que lo reducen a individuos y de los que los erigen en monumento; el pueblo deviene una intensidad común que atraviesa los individuos y se burla de las costumbres, en esa experiencia, donde redunda hostil a la ciudad, algo así como un pueblo puede festiva y dolorosamente tener lugar.
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