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Las demandas por una mejor atención, calidad e inversión en el sistema de salud mental ha sido una de las tantas que han reaparecido con fuerza en el país a partir del estallido social del 18 de octubre del 2019. Si bien es una exigencia que se ha sostenido desde hace años por parte de la ciudadanía, la revuelta popular ha reforzado dicha exigencia de que se materialicen cambios profundos en el sistema de atención que permitan garantizar derechos básicos de lxs usuarixs.
En la actualidad, hasta el momento, considero que el debate, las demandas y los cambios en este tema se han orientado en términos estrictamente económicos, jurídicos y administrativos, lo cual ha dificultado ir más allá de esas dimensiones y problematizar radicalmente lo que tiene que ver con las lógicas y prácticas hegemónicas en el abordaje de la salud mental, sostenidas desde lo que se conoce como Modelo Médico Hegemónico. Uno de los aspectos de dicho modelo es la concepción biologicista, psicologizadora, a-histórica, patologizadora de los procesos de salud-enfermedad, estableciendo de manera tajante una división entre lo normal y lo anormal, lo sano y lo patológico, la cordura y la locura. Estas son categorizaciones que contribuyen en el despliegue de prácticas manicomiales en las instituciones de salud, y, muchas veces, en la violencia psiquiátrica hacia lxs usuarixs. Estas acciones, en términos ideológicos, están orientadas a resguardar lo que, tanto desde el modelo médico hegemónico como del modelo manicomial, se entiende por “normalidad”. De esta manera, la locura, vale decir, la diferencia subjetiva, es abordada como equivalente a una patología psiquiátrica que hay que normalizar y adaptar a la sociedad. Esto además refuerza el imaginario social del “enfermo mental” como un ser desadaptado y anormal, y que por tanto es necesario aislarlo de la sociedad en las instituciones psiquiátricas (manicomios), marcando la distinción entre lxs locxs (enfermos mentales) y normales (ciudadanxs funcionales y adaptadxs al sistema).
Por tanto, a mi parecer, las transformaciones en el campo de la salud mental que apunten a su dignificación, no se pueden reducir a una cuestión netamente económica y administrativa, como se viene planteado mayoritariamente hasta ahora. Es necesario un cambio radical de paradigma que supere el modelo médico hegemónico, y con ello las prácticas manicomiales que sostienen la violencia psiquiátrica en sus diversas manifestaciones (control, vigilancia, normalización, psiquiatrización, medicalización), y que, por lo demás, vienen siendo denunciadas hace años públicamente por colectivos de usuarixs y ex usuarixs víctimas de la violencia psiquiátrica.
En pocas palabras, la apuesta que considero necesaria y urgente es por la desmanicomialización de la salud mental. Para eso es imprescindible la construcción de una contrahegemonía (tanto discursiva como en la praxis) del poder médico-psiquiátrico-psicológico. En tal sentido, la ruptura con los modelos dominantes es de carácter político y epistemológico.
Esta es una tarea amplia que implica problematizar múltiples aristas. Para empezar por lo principal, me parece fundamental el revisar, repensar y problematizar las categorías y prácticas hegemónicas en lo que respecta al abordaje del padecimiento subjetivo, las cuales se han instituido como las únicas formas existentes, correctas y válidas de intervención, y que se han normalizado tanto en los centros de atención como en el sentido común de la población.
Salud Mental y Hegemonía Cultural
Acorde al filósofo italiano Antonio Gramsci, la hegemonía cultural consiste en la dominación de la clase dominante por sobre el resto de la sociedad, imponiendo una cosmovisión determinada, a través de distintos mecanismos, siendo aceptada culturalmente en el imaginario colectivo en tanto norma universal e incuestionable. De esta manera, se instala un pensamiento único de cómo abordar ciertos fenómenos, y todo aquello que escapa de la ideología dominante, es cuestionado, rechazado y excluido.
. En el campo de la salud mental, en el contexto de un país en el que prevalece la racionalidad científica-positivista, el saber/poder psiquiátrico, las prácticas manicomiales, son aspectos que legitiman y normalizan el Modelo Médico Hegemónico en tanto paradigma de los procesos de salud-enfermedad, con lo cual son aspectos que no suelen encontrar resistencias y cuestionamientos radicales en la sociedad, incluyendo en lxs mismxs trabajadarxs de la salud mental. Incluso dentro de la misma izquierda se suelen reproducir estos discursos del saber psiquiátrico de manera bastante a-crítica. Esto se puede observar en el nulo rechazo de parte de las actuales candidaturas presidenciales de izquierda a la violencia psiquiátrica que ocurre al interior de los manicomios, y que constituye una problemática grave en materia de violaciones a los derechos humanos[1].
Otro ejemplo que me parece muy claro es la naturalización de ciertas categorías sustentadas teóricamente por el Modelo Médico Hegemónico, y canalizadas por medio de los saberes “psi” (psiquiátrico y psicológico), tales como “trastorno”, “locura”, “normalidad", "enfermedad". Dichas categorías, desde la perspectiva biologicista-positivista, promueven una mirada que sostiene una división tajante entre la normalidad y la anormalidad, asociándose con lo sano y lo patológico consecuentemente. El problema que se desprende de esta mirada es la omisión de que dichas categorías fueron construidas en un tiempo, contexto y lugar determinado, y por tanto no son entidades naturales. Entonces al no problematizarse, prevalecen necesariamente las lecturas psiquiatrizantes y psicologizistas que promueven una concepción biologicista, individualista, a-histórica y mercantilista de la subjetividad. Desde esos enfoques, se suelen justificar prácticas que operan desde el control y la vigilancia, deshumanizando de esa manera las intervenciones, cuyos efectos puedan llegar a ser incluso iatrogénicos. Con esto, el abordaje en salud mental se orienta, desde una lógica higienista, tecnocrática y adaptativa, a una mera administración instrumental de la vida cotidiana, desconociendo, o dejando en un segundo plano tanto la singularidad de cada sujeto como el contexto social, histórico territorial, político, comunitario, ideológico, económico, etc.
¿Qué es el Modelo Médico Hegemónico?
El antropólogo argentino Eduardo Menéndez (1982) ha planteado la configuración de diversos modelos de atención médica a raíz del proceso capitalista desde el siglo pasado en distintos países del mundo. Ha denominado a uno de esos modelos Modelo Médico Hegemónico, el cual consiste principalmente en un conjunto de teorías, prácticas y saberes de la medicina científica, que desde fines del siglo XVIII ha logrado establecerse y legitimarse como la única forma de atender la enfermedad. Los rasgos estructurales que lo caracterizan son : “biologismo; concepción evolucionista-positivista; ahistoricidad; a-socialidad; individualismo; eficacia pragmática; la salud como mercancía (en términos directos e indirectos); estructura asimétrica en la relación curador/paciente, estructuración de una participación subordinada y pasiva en las acciones de salud por parte de los “consumidores”; estructuración de una producción de acciones que tiende a excluir al consumidor de su conocimiento; legitimación legal excluyente de otras prácticas, profesionalización formalizada; identificación con la racionalidad científica como criterio manifiesto de exclusión de los otros modelos; tendencia a la expansión sobre nuevas áreas problemáticas a las que “medicaliza”; normatización de la salud/enfermedad inductora al consumismo médico; tendencia a un enfoque dominado por la percepción sintomática de los padecimientos y problemas; tendencia al dominio de la cuantificación sobre la calidad; tendencia a la escisión entre teoría y práctica correlativo de una tendencia a escindir la práctica de la investigación; constitución o identificación con el medio urbano como locus originario y referencial” (Menéndez, 1982, pág. 3).
Aclarar que cuando hablamos del Modelo Médico Hegemónico[2] no se está aludiendo a la figura del médico propiamente tal, sino que más bien a un paradigma de la salud en general, y de la salud mental en particular, el cual también es reproducido por otras disciplinas de la salud. De esta manera se amplían, normalizan y legitiman los saberes y prácticas médicas en el cuerpo social, naturalizándose como la única mirada posible. Ahora bien, es evidente que las relaciones de poder y saber entre lxs mismxs trabajadorxs de la salud mental no son equitativas ni simétricas. Se podría decir por tanto que el poder psiquiátrico es el máximo exponente del MMH, teniendo un estatus de verdad absoluta e incuestionable.
Si nos situamos en términos históricos-políticos, es interesante lo que plantea Miguel Tollo (2014), quien sostiene que la caída del Estado de Bienestar y el avance del capitalismo depredador han significado un deterioro de la salud pública y ha agudizado los rasgos críticos del MMH. Uno de estos rasgos que en Chile han aumentado y profundizado en los últimos años tiene que ver con los fenómenos de patologización y medicalización de las problemáticas subjetivas. En pocas palabras, dichos fenómenos se expresan individualizando y privatizando el malestar social en cuestiones netamente orgánicas, siendo clasificadas a partir de etiquetas psiquiátricas, y promoviendo como primera y única solución el consumo de psicofármacos. De esta manera se omiten las condiciones sociales, materiales, políticas y económicas de producción del malestar, atribuyéndole siempre al sujeto la responsabilidad individual de su propio padecimiento, y por tanto, se apela a su voluntad de cambio para curarse.
A partir de este paradigma patologizador y medicalizador, se va reproduciendo la narrativa de los “trastornos mentales”. Así, “cada vez más se habla de mentes estresadas, bipolaridad, déficit de atención, desórdenes, trastornos. ¿Qué tipo de subjetividad va instalando esa terminología? Con la dificultad de encontrarle alguna buena fundamentación, toda esa categorización reencuentra al viejo paradigma biologista como un sustrato explicativo, si bien con superficiales consideraciones supuestamente científicas, que a veces evocan el estilo publicitario” (Tollo, 2014, pág. 3).
Siguiendo ese razonamiento, desde el MMH se desprende una concepción particular de la salud-enfermedad, la cual es pensada a partir de una matriz de pensamiento causalista lineal (causa-efecto) y dicotómico (salud-enfermedad, normal-anormal, individuo-sociedad, biológico-psíquico), sosteniendo dichas categorías en tanto objetos diversos y separables. La salud entonces aparece asociada a la “normalidad” (Sotlkiner y Ardila, 2012), lo cual se suele expresar en la salud mental como “bienestar psicológico/psicosocial/subjetivo/emocional” (Plan Nacional de Salud Mental, 2017).
El problema de esta noción del bienestar, tal como se sostiene desde la política estatal y de los discursos "psi", es que se plantea como un ideal general y normativo de “desarrollo saludable”, estableciendo un estándar promedio respecto a cómo pensar, sentir, desear y habitar el mundo. Lo singular de cada sujeto entonces es pensado en términos universales, clasificables, estandarizables y homogeneizantes.
Si nos remitimos al Plan Nacional de Salud Mental (2017-2025) se afirma que el modelo de atención se sostiene en la salud mental comunitaria y en el enfoque biopsicosocial. Si bien es política y científicamente correcto adherir al enfoque biopsicosocial, tal como sostiene Gonzalo Carrère (2014), a fin de cuentas, dichos enfoques son meros eufemismos, ya que “encubren el clásico reduccionismo biológico al que nos tiene acostumbrados la medicina. En la práctica, lo que hacen es poner un énfasis completo en lo bio, para desde ahí leer toda la realidad” (pág. 1). Es decir, por más que se apele a la interrelación entre lo biológico, lo psicológico y lo social, no son relaciones que sean concebidas, por así decirlo, de manera “simétrica”. Desde la psiquiatría clásica y las neurociencias se interpreta el factor biológico como predominante para comprender el padecimiento subjetivo, relegando lo psicológico y lo social como meros agregados[3].
Respecto a la noción de enfermedad mental, son múltiples los debates en torno a las conceptualizaciones clásicas del discurso médico-psiquiátrico. Ahora bien, antes que nada, cabe preguntarnos: ¿Existe realmente la “enfermedad mental”? En rigor, lo que hay, es la psicopatología que es una herramienta teórica-clínica que lxs profesionales de la salud mental utilizamos para comprender e intervenir con distintas problemáticas ligada a la salud mental. En esa línea, no es que alguien “sea” psicótico, depresivo, bipolar, etc., sino que ese sujeto es diagnosticado con alguna de esas categorías psicopatológicas, pero que no son cuestiones que puedan reemplazar la identidad de un sujeto, ya que hacerlo implica borrar no sólo su nombre sino que además su historia, sus vínculos y su contexto. Por otro lado, no se puede pensar lo mental separado de lo orgánico, ya que son dos ámbitos indisolubles.
En términos generales, el debate lo podríamos situar en dos paradigmas antagónicos: de orden “objetivo natural” y “subjetivo–histórico/social”. “Cada una de estas concepciones define y constituye en sus prácticas sujetos y objetos de estudio e intervención diferentes y, por tanto, diferentes dispositivos de atención, cuidado y tratamiento” (Pérez, 2017, pág. 5).
La primera perspectiva sostiene el establecimiento de relaciones causales que permiten controlar los padecimientos mentales, poniendo el eje y jerarquizando los aspectos biológicos por sobre otros factores, siendo entonces la enfermedad algo del orden cerebral. La segunda perspectiva en cambio plantea que los “trastornos mentales” son modos de respuesta a las exigencias del medio, donde los aspectos socio-históricos se correlacionan e interactúan con el plano biológico. El acento está puesto en comprender la complejidad del fenómeno, y el contexto de expresión y producción socio-histórica (Pérez, 2017).
Bajo esta distinción, se pone en tensión y en disputa la concepción de la subjetividad y el sujeto, en lo que respecta a cómo pensar el sufrimiento humano. Si pensarlo en términos de enfermedad/trastorno mental o de sufrimiento psíquico, tiene implicancias epistemológicas, clínicas y políticas concretas. En ese sentido, la diferencia entre ambas concepciones no se remite a una cuestión nominal, sino que además trae consigo repercusiones en el campo social en lo que respecta a la producción de un imaginario colectivo determinado del padecimiento subjetivo (en el caso del significante “trastorno mental” se podría pensar en la siguiente ecuación: trastorno=trastornado=locura=enfermedad=anormal).
Dejar de catalogar el sufrimiento psíquico en términos de “trastorno mental” permite resignificar el padecimiento subjetivo como parte del malestar en la cultura, de la condición humana, y menos a partir de criterios de normalidad/anormalidad. Asimismo, permite abrir una perspectiva más inclusiva y menos prejuiciosa, más humanizadora y menos estigmatizadora de la salud mental, y particularmente de aquellxs sujetos históricamente discriminados y excluidos de la sociedad al ser patologizados por los discursos “psi”, a partir de lo que consideran como “normal y “sano”.
La Salud Mental no es un fenómeno individual
Como se señaló anteriormente una de las características del Modelo Médico Hegemónico es el individualismo. Esto traducido desde el discurso hegemónico psicológico, tiene que ver con una concepción individualizadora de la subjetividad y del sufrimiento psíquico. O sea, lo que se entiende por "psicologización" es justamente un razonamiento individualizador de los fenómenos sociales y subjetivos.
No es casualidad que en el campo de la salud mental esta característica del Modelo Médico Hegemónico se refuerce, considerando que vivimos en un sistema neoliberal y en una cultura individualista. En ese sentido, cuando desde la psicología tradicional se habla en términos de "lo psicológico", en general, se asocia a procesos intrapsíquicos, desprovistos de algún tipo de articulación con la realidad sociopolítica, la historia y los vínculos. Así, se piensa la salud mental como un fenómeno del orden de lo individual, de algo que, de alguna manera, produce el propio sujeto. De esta manera, problemáticas sociales como la violencia de género, la precariedad material, la violencia intrafamiliar, la falta de acceso a la educación y la salud, la delincuencia, son reducidas y traducidas a un problema psicológico individual, con lo cual se apela a un cambio en la conciencia del sujeto. "Descontrol de impulsos", "déficit cognitivo", "desregulación emocional", "desborde emocional", son algunas frases que se utilizan desde un lenguaje psicológico - y por ende supuestamente válido y verdadero -, para explicar y justificar que el padecimiento subjetivo es culpa de quién lo padece, como si lxs otrxs y el contexto no tuviesen que ver en la producción de ese sufrimiento.
En contraposición a esta idea individualista de la salud mental, es necesario repensarla en términos vinculares y colectivos. La salud mental es un fenómeno colectivo porque tiene que ver con lxs otrxs, con el lazo social, con el malestar inherente en la cultura. Pensar la producción del bienestar y del sufrimiento subjetivo omitiendo el lugar que ocupan los vínculos sociales y el contexto ideológico, político, económico, social y cultural en dicha producción, perpetúa lecturas únicas, reduccionistas y simplificadoras de un fenómeno que ya de por sí es complejo y multicausal.
Plantear la salud mental en sí misma como una producción colectiva se conecta necesariamente con la concreción de derechos (sociales, civiles, políticos, económicos y culturales), en tanto favorecedores de condiciones mínimas de existencia. Esto implica promover la articulación entre la realidad psíquica y la realidad material desde una lógica de derechos humanos. En ese sentido el Estado también puede ser un garante o un factor de riesgo en la salud mental de la población.
Despsicologizar la salud mental conlleva desindividualizarla. Es superar la versión individualista y neoliberal de un sujeto autónomo, independiente y racional, la cual sostiene una visión meritocrática de la salud mental (“yo me sano solo”), y comenzar a pensarla desde lógicas colectivas.
En esa línea, el neoliberalismo no consiste únicamente en un sistema político-económico que administra bienes y servicios desde una lógica competitiva, mercantilista e instrumental, sino que es un sistema que también produce y administra subjetividades, y articulado el campo de la salud mental, subjetividades individualizadas, atomizadas y psicologizadas, desconectadas de la realidad social y colectiva. Es por eso que la crítica al neoliberalismo, y sobre todo en este ámbito, no se puede acotar a un crítica economicista en relación al rol del Estado en la garantización del acceso a la salud pública y la salud mental, porque eso no conlleva que de por sí se transformen las prácticas y los modos de abordar la subjetividad que replican esta idea de un sujeto racional, individual, autónomo, libre e independiente. Ideal de la modernidad que de alguna manera se entremezcla con el sujeto del neoliberalismo, un sujeto capaz de gestionar conscientemente su propia salud mental, porque depende solo de él (Una de las categorías más populares que representan fielmente este ideal neoliberal de la salud mental es la de “resiliencia”).
Entonces, el desafío es el de repensar la salud mental en términos vinculares y colectivos. El Otro social ocupa un lugar fundamental en la producción de subjetividad. Es por eso que resulta clave ubicar la articulación entre lo singular y lo colectivo, subjetividad y política. No se trata de reproducir los clásicos y añejos binarismos de individuo/sociedad, psíquico/biológico, cuerpo/mente, etc., sino que de pensar, en su interseccionalidad, como se entrecruzan las dimensiones biológicas, psíquicas, sociales, políticas, comunitarias, barriales, familiares, económicas, culturales, epocales, etc.
Descentralizar el poder/saber médico-psiquiátrico-psicológico
En Chile el poder médico-psiquiátrico ocupa un lugar de jerarquía en lo que respecta a la concepción del padecimiento subjetivo (biologicista-positivista), instalándose como la única mirada correcta y válida. Este pensamiento único ha conllevado una monopolización del saber, excluyendo otras miradas que se desmarquen del razonamiento psiquiátrico clásico.
La psicología tradicional por su parte, y especialmente de corte cognitivo-conductual, actúa, en general, desde un lugar subordinado al poder psiquiátrico, perpetuando el discurso psicologizador, patologizador y medicalizador del malestar psíquico.
El problema de esto es que al estar constituido un único paradigma de abordaje de la salud mental, se reduce y simplifica la complejidad del fenómeno, dejando en un segundo plano, o inclusive deslegitimando otras disciplinas, discursos y prácticas. Más allá de que esté institucionalizado el trabajo multidisciplinar, no basta con la “presencia” de otras disciplinas en las instituciones de salud, sino que de qué manera dialogan y se articulan las múltiples miradas, y para desde ahí producir un saber colectivo e interdisciplinario[4]. Descentralizar tiene que ver entonces con correr del centro a un saber/poder hegemónico y transversalizarlo. O sea, hacer que el poder circule. Asimismo, posibilita ampliar la perspectiva y ubicar las múltiples variables (políticas, económicas, sociales, culturales. territoriales, comunitarias, etc.) que contribuyen en la producción del sufrimiento psíquico, y no reducirla a una problemática individual, como lo suelen hacer los discursos “psi”.
Descentralizar es asimismo desmonopolizar el saber, y por ende democratizar el debate. En términos disciplinarios, no hay una verdad única, ni una certeza irrefutable. El pensamiento único del poder psiquiátrico lo que hace es obturar el diálogo y el intercambio. El trabajo interdisciplinario en cambio, cuando no hay un saber monopolizado, y se validan todas las perspectivas se genera una práctica entre varixs que puede devenir en una verdadera producción colectiva.
Para concluir, estamos en un momento histórico único en nuestro país en el que se ha abierto de manera generalizada la interrogante de cómo queremos vivir. Ese “como” se ha interrogado desde distintas aristas de la vida, cuestión que atañe transversalmente a la salud mental. En lo que respecta al trabajo con la salud mental, desde el lugar de trabajadorxs, tenemos un desafío pendiente que es desde el cómo estamos pensando, teorizando y ejerciendo nuestra labor en este campo, cuáles son los sentidos y las prácticas en disputa, como resistir frente al poder médico-psiquiátrico, como poner freno a la violencia psiquiátrica, cuales son los abordajes y concepciones necesarias de problematizar, cuales son las experiencias, teorías y categorías que nos pueden servir para producir nuevas alternativas. Todas estas preguntas están orientadas a ampliar el debate y no reducir las demandas sobre el sistema de atención en salud mental a una cuestión estrictamente economicista y burocrática, e incluir la dimensión de la subjetividad.
Referencias
Carrere, G. (2014). Salud mental comunitaria y enfoque biopsicosocial: Las amigables formas del nuevo control social en Chile. 8° Congreso Chileno de Sociología, 11.
Menendez, E. (1982). La crisis del modelo médico y las alternativas autogestionarias de la salud. Cuadenros Medios Sociales N°21, 13.
Stolkiner, A. y. (2012). Conceptualizando la salud mental en las prácticas: Consideraciones desde el pensamiento de la medicina social/salud colectiva latinoamericanas. Vertex- Revista Argentina de Psiquiatría, 30.
Tollo, M. (2014). Del Modelo Medico Hegemonico al Modelo Farmaco Hegemonico. Forum Infancias, 9.
Pérez, R. (2017) ¿Enfermedad mental o sufrimiento psíquico? La disputa por la noción de sujeto y subjetividad. En: Salud Mental, Comunidad y Derechos Humanos (pp. 109 - 128). Montevideo: Psicolibros – Espacio Interdisciplinario. ISBN
Plan Nacional de Salud Mental 2017-2025 (2017), Ministerio de Salud, Gobierno de Chile.
[1] Si se observan las propuestas de los candidatos presidenciales Gabriel Boric y Daniel Jadue en sus respectivos programas de gobierno, en el primero solo se apuntan a cambios jurídicos y económicos (fortalecimiento fiscal, universalización de la atención, fortalecimiento del marco normativo), y en el caso del segundo, ni se menciona.
[2] Sobre la definición de cada concepto Menendez va a decir: “Por “modelo” vamos a entender un instrumento metodológico que supone una construcción propuesta por nosotros a través de determinados rasgos considerados como estructurales y cuyo valor es básicamente heurístico. Por modelos médicos entendemos aquella construcción que a partir de determinados rasgos estructurales supone no sólo la producción teórica, técnica, ideológica, social y económica política de los médicos, sino también la de los conjuntos implicados en su funcionamiento. Cada uno de los modelos será caracterizado en el párrafo siguiente. El concepto de “medicalización” refiere a las prácticas, ideologías y saberes no sólo manejados directamente por médicos, como es considerado restringidamente por varios autores, sino a los individuos y conjuntos que actúan dichas prácticas, ideologías y saberes. Hegemonía se utiliza a partir de la conceptuación gramsciana, pero que en nuestro enfoque se lo articula con el concepto de transacción” (Menendez, 1984, pág. 3).
[3] En el caso de la psicología, especialmente la de corte cognitivo-conductual (enfoque predominante en nuestro país), lo psicológico aparece reducido al área cognitiva, simplificando y subordinado la realidad psíquica a funciones instrumentales.
[4] Trabajo social, enfermería, terapia ocupacional, sociología, kinesiología, fonoaudiología, son algunas disciplinas que, en el caso de Chile, suelen reproducir el discurso del modelo médico hegemónico en las instituciones de salud, o si plantean una visión diferente, suelen ser minimizadas o rechazadas.
(Menendez, 1982)
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